Tras el primer entrenamiento de Kobe, West tuvo claro lo que había que hacer
Nada más llegar a aquel pabellón de reflejo reluciente, de dibujos animados, irreal, en el Inglewood High School, Kobe se puso a hacer lo que mejor sabía. Tenía un nudo en el estómago, aunque podía controlarlo. Nervioso, sí, pero con dominio de sus emociones, que cabalgan a toda velocidad. No era él joven que pasase por un manojo de nervios. Simplemente tenía unas ganas locas de que aquello empezara. De que lo hiciera ya y de que todo el mundo pudiera ver lo que sabía hacer. Para eso estaba allí. Había cogido un avión, volado al otro lado del país y se iba a someter a examen ante toda una leyenda de la NBA. Decidido, exhumando las últimas mariposas de su estómago, Kobe agarró el primer balón que vio disponible. Se aisló de la multitud que como él poblaba el parqué y comenzó a ejercitar las coreografías que tan lejos le habían llevado en el Lower Merion High School de su Philadelphia natal. En su etapa de instituto, de hecho, su nombre había sonado muy alto y media NBA tenía curiosidad por ver qué podría hacer entre profesionales aquel adolescente de nombre tan exótico.
No estaba en cualquier lugar. Kobe Bryant se encontraba en Los Ángeles, hogar de su equipo favorito de la infancia, y estaba a punto de realizar un entrenamiento privado, previo al draft, para los Lakers. Sus Lakers, los que tantísimo había seguido desde que era cachorro y a cuyas leyendas emulaba anudando calcetines voladores en su habitación.
Con ortodoxa seriedad para un chico de 17 años, Kobe, el primer escolta que osaba llegar a la NBA desde el instituto, empezó a desatar su torrente de habilidades. Sin todavía órdenes de nadie, se puso a practicar por su cuenta, a exhibir un aperitivo del temporal que preparaba para después.
Al principio comenzó con ejercicios suaves, sin oposición, para ir activando un poco el cuerpo. Quería estar preparado cuando llegase la prueba de verdad, ante el jurado más exigente de su vida. Pudo realizar unos 15 mates de artificiosa factura, pavoneándose, hasta que el gran Jerry West, general manager de los Lakers por entonces, hizo acto de presencia y se dirigió directamente ante él.
“Está bien, Kobe. Ya vemos que sabes machacar, pero muéstranos algo más”. Era Jerry West, un jugador de talla legendaria en los 60 y 70, y después directivo de éxito muy similar. Con el hijo del imponente Jerry, Ryan West, había podido compartir Kobe un par de ratos durante ese último día. De su misma edad, 17 años, y también jugador de instituto, Ryan le había ido a recoger al aeropuerto y le había dado un par de rodeos por la ciudad. Había sido algo así como su mesías, su guía, durante el desembarco angelino de Bryant.
El entrenamiento con los Lakers había congregado también a otros jugadores. Más aspirantes a aquel draft del año 1996 que interesaban por un motivo u otro a los Lakers y que se sometían a la reválida de sus vidas. Kobe no estaba solo, aunque sí era uno de los que Jerry West más deseaba escudriñar. Aquel hijo (Joe Bryant) y sobrino (hermano de su madre) de jugador NBA tenía algo que el resto de mochuelos no.
Comenzó el entrenamiento. Ejercicios de dos contra dos, ataques, defensas, movimientos al poste, en suspensión. Cada uno agitando las alas como podía… En casi todas las melés, Kobe destacó por sus fundamentos así como por el hambre que desprendían sus ejecuciones. Parecía un proyecto de jugador especial. Se podía apostar dinero a que entre aquellos músculos por desarrollar se cocía algo excepcional.
Bien lo sabía West, quien no tuvo suficiente con la primera ronda de baile. Quería más de Kobe. Tras la primera media hora y con el resto de jóvenes ya camino de las duchas, el célebre directivo abordó a Bryant. “No, Kobe, tú quédate un rato más”. Deseaba volver a testar las sorprendentes habilidades de Bryant pero esta vez sería un entrenamiento de verdad. Fuego real. Un experimento arriesgado pero concluyente. Uno para el que un joven de instituto no iba a estar preparado. Cómo iba a estarlo. Parecía casi una locura haber planteado aquella trampa para el joven escolta.
Michael Cooper sería el entrenamiento de Kobe. Exjugador, se había retirado hacía seis años (tenía 40 en 1996) pero todavía lucía un físico envidiable, fino, cargado, dispuesto para la competición. Mucho más para un entrenamiento de solo unos cuantos minutos. Cooper había sido una leyenda defensiva en la NBA: nombrado Jugador Defensivo en 1987, ocho veces en los quintetos defensivos y cinco campeón con los Lakers. Era una pared de hormigón reforzado para medir el ataque de aquel resuelto adolescente con confianza hipertrofiada.
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El entrenamiento de Kobe contra Michael Cooper
Una lucha desigual, a priori. Solo por el físico, un titán todavía en bonanza física al que Larry Bird había tasado como “el tipo más duro” al que se había enfrentado. Pan comido para el veterano, papelón con el que atragantarse el del aspirante, que tendría que sufrir la testosterona de un competidor excelso con morriña de sus noches de corto.
Sería un uno contra uno. Uno en el que Kobe atacaría todo el tiempo y su némesis se encargaría de defender; de sofocar cualquier conato de rebelión juvenil. Sería muestra suficiente para comprobar hasta qué punto la creatividad y talento de Kobe podían trepar ante una adversidad superior, inesperada, ante un rival fuera de su alcance. Y en esa sesión de entrenamiento nació la leyenda de Kobe Bryant… Dejó pasmados a todos los presentes porque una y otra vez bailó a su interlocutor de juego. Literalmente, le aplastó, le barrió de la cancha.
“Jerry me dijo: ‘Coop, juega con él. Presiónale. Recházale. Hazle trabajar. Juega muy físico contra él”, recordaba el otro protagonista, Michael Cooper.
Aquella encerrona de cuarentón contra cachorro de 17 años tenía su historia. Jerry West conocía bien el juego de Kobe, de lo que era capaz, y había quedado prendado de él. Sabía que aquel embravecido (hasta bravucón) jovenzano escondía cualidades extraordinarias. Solo quería verlas a pocos metros, en persona, mientras destrozaba a un mito de los Lakers, el séptimo jugador que más partidos ha disputado con la franquicia, 873). Quería chequear en directo que todos sus benévolos informes habían dado en el clavo.
“Honestamente, pienso esto: Jerry ya lo sabía”, podía compartir el propio Cooper años después. “Creo que aquel entrenamiento solo era la guinda del pastel. Jerry sabía que aquel chico iba a tener éxito. Que iba a ser un jugador sobre el que construir una franquicia. Que iba a ser un campeón. Toda ese entrenamiento lo que hizo fue solidificar más esa idea en su cabeza”, añadía Copper y recogió tiempo más tarde el medio Bleacher Report.
Por mucho que todavía no hubiera llegado ni a la mayoría de edad (cumpliría los 18 en agosto), Kobe desintegró la resistencia de Michael Cooper, que acabó “empapado y sin aliento”. Otros jóvenes de su edad, y mayores, se habrían arrugado ante semejante centinela. Toda una leyenda reciente de los Lakers del Showtime que hasta le dedicó pequeñas dosis de trash talking durante la sesión. El objetivo de Cooper era amilanarle, comprobar de qué pasta estaba hecho y si lograba mantener la concentración en su juego.
Pese a que el pensamiento de Cooper era patear el culo de aquel chaval, el cachorro insolente anotó en su cara una y otra vez. Por Atlanta y por Detroit. Estaba en juego el privilegio de poder fichar por los Lakers y Kobe no iba a dejar escapar lo que había soñado desde niño. Pasó por encima de Cooper todo el tiempo.
“Sin miedo”
Media hora fue suficiente. Bryant llevó por el camino de la amargura a su rival en una jugada sí y otra también. Le doblaban en edad, experiencia y le superaban por bastante en peso. Pero Kobe demostró ya la posesión de algo inédito en casi todos sus compañeros de profesión y sobre todo de generación. Esa mentalidad, esas ganas de ganar, de trabajar para ser mejor. Esa mirada del tigre.
“No he visto miedo en su cara. Es justo lo que estábamos buscando”, diría Cooper al concluir el entrenamiento. “Definitivamente, Kobe tenía la mirada del tigre siendo tan joven. Creo que todo el mundo vio eso. Yo lo vi”.
Y no solo conmovió Bryant por su aplomo y sobriedad en un momento cumbre; sus aptitudes técnicas y físicas también deslumbraron cada una de las retinas que en ese momento testificaban sobre su amanecer en la NBA.
Otra prueba
Hasta hubo una segunda parte de la sesión, solo con movimientos en el poste bajo, donde Bryant también dejó sin opciones al cariacontecido Cooper. Su ego de gran defensor había sido fusilado por un retoño que ni había debutado en la NCAA. Él supo desde el principio que no había peloteado con un cualquiera.
“Él era más fuerte de lo que yo pensaba. Era muy fuerte en el poste bajo”, contaba Cooper, que no se avergonzaba a la hora de admitir que se empleó con dureza. Sobre todo física.
Los presentes, claro, no daban crédito. Norm Nixon, antiguo compañero púrpura y oro de Michael Cooper y entonces agente de jóvenes promesas, estuvo en la sesión. No paraba de gritar “¡Coop! ¡Más encima de él!”. Nadie esperaba un guión semejante, pero la cuestión estuvo clara desde el primer balón. Kobe prevaleció a todo.
“Simplemente destrozó a Cooper”, decía Raymond Rayder, miembro entonces de las Relaciones Públicas de los Lakers (después trabajó en Golden State). “Fue increíble. Hablamos de Michael Cooper, uno de los mejores defensores de la historia. Y él (Kobe) hizo que pareciera un don nadie”.
El atropello ante Coop había sido suficiente pero el entrenamiento pre-draft no había terminado. Lo siguiente, también por orden expresa del viejo Jerry West, sería otro bolo de uno contra uno ante un jugador universitario. El también candidato en el draft de 1996, Dontae Jones.
Aquel otro aspirante tenía tres años más que Kobe, estaba rodado en la NCAA (15 puntos de promedio como alero en Mississippi State) y no pintaba nada mal como proyecto de esa añada; de hecho, terminó siendo elegido en el número 21. Pero al tiburón blanco de Lower Merion le dio exactamente igual. Había ofrecido un auténtico recital, una campanada, ante una leyenda de los Lakers. Así que un joven universitario no iba a ser un problema. No lo fue, pues Bryant también arrolló a Jones por todas partes.
En esa ocasión le tocó atacar y defender, no solo profanar la defensa de su rival. Kobe superó a su interlocutor en la mayoría de acciones. Parecía imparable. Un mocoso al que ni un veteranazo ni alguien tres años mayor habían podido detener.
“Kobe no hacía más que tirar ese tiro en suspensión que todavía hace hoy en día (son declaraciones de hace años), con esa distancia de 16-17 pies. Metió como 10 o 12 seguidos durante un momento. Fue impresionante ver a un chico hacer eso. No tuvo ningún miramiento de que Michael Cooper estuviera delante”, añadía Raymond Rayer.
“El mejor entrenamiento”
Jerry West, ahora ya sí, había visto suficiente. Su diagnóstico fue certero. Había podido contrastar lo que presupusieron sus apuntes. “El mejor entrenamiento que he visto nunca. Es mejor que cualquiera que tengamos en el equipo ahora mismo. Vamos a por él”. No es de extrañar el entusiasmo del directivo. Sí que dijera que Kobe ya era mejor que cualquiera de la plantilla ‘Laker’ contando que en ella convivían nombres como Eddie Jones, Elden Campbell, Nick Van Exel, Cedric Ceballos o Vlade Divac. Kobe olía a otra cosa. A jugador de época, a jugador franquicia y futura gran estrella, como efectivamente terminó siendo. Jerry le había calado desde el principio.
“Nunca en mi vida vi un entrenamiento como ese”, escribió, después, West en el año 2011, en su libro West by West: My Charmed, Tormented Life. “Yo ya sabía quién era él, y solo mirándole a los ojos supe lo que quería”.
“Aunque solo tenía 17 años, Kobe era un jugador de los de una vez en la vida, que podía proyectar su sombra en la franquicia para los años venideros. Su fiereza y competitividad eran innatas. Hace falta algo más que un poco de picardía para jugar a baloncesto al más alto nivel, y Kobe lo tenía todo en abundancia. Se necesita tener esa sangre fría de asesino. Y él la tenía también”.
Amor a primera vista. Flechazo absoluto. No hizo falta más. Aquel entrenamiento dejó en la azotea de Jerry West la única preocupación de cómo conseguir a Kobe Bryant en el draft que se celebraba días más tarde. No iba a ser fácil, pues los Lakers no elegían hasta el puesto 24.
West estaba casi seguro, convencido, de que un talento como Bryant no caería más de las 10-15 primeras posiciones. Su aterrizaje directo desde el instituto generaba ciertas dudas en las franquicias poseedoras de las primeras elecciones. Directivos rivales recelaban de que fuera demasiado joven, de que estuviera muy verde. Más era así después de que Kevin Garnett hubiera llegado a la NBA desde high school el año anterior y hubiera completado un curso rookie discreto (10,4 puntos). Había dudas, escepticismo para las primeras posiciones, pero Kobe no iría mucho más abajo. No podía hacerlo con el arsenal de habilidades que podía acreditar ante cualquiera. Desde luego, los Lakers le habrían elegido por delante de quien fuera, pero no iban a compartir su descubrimiento con nadie.
Por eso West puso a toda máquina los despachos de los Lakers, para intentar hacerse con una elección más elevada de aquel draft. Para hacerse con Kobe. Tenían que adelantar posiciones como fuera. Iban detrás de la que podía ser su próxima estrella tras las últimas ascuas de Magic Johnson, extintas definitivamente aquella temporada anterior (1995-96).
Había nacido, aquella tarde en Inglewood ante los boquiabiertos testigos, la mayor leyenda que se acabaría poniendo la camiseta de los Lakers. Y Jerry West, que había fortalecido el imperio del Showtime tiempo antes, no lo iba a dejar escapar.
Continuará…
(Fotografía de Olivier Collet en Unsplash)