Un conjunto de casas con poco más de tres mil habitantes en la Nación Navajo es el punto de conexión entre dos historias, dos marchas, que representan en cierto modo lo que conllevaba y conlleva ser un indígena en Estados Unidos. Fort Defiance, como se le dice a este lugar, es el nexo entre la epopeya de un pueblo, el navajo, y la de una mujer de esta tribu, Ryneldi Bicenti.
Ambas son historias de ida y de vuelta, caminos que comienzan en tierra navaja para acabar, nuevamente, en ella. Relatos donde la secular miseria de los nativos cohabita con una pizca de suerte. O de menos infortunio que las del resto, al menos. Porque los protagonistas, los navajos como pueblo, Becenti como individuo, fueron los más afortunados dentro del océano de basura que bañó a sus coetáneos.
Quizás, como ocurre muchas veces, lo mejor para empezar a contar estas dos historias sea comenzar por el final.
De vuelta en casa
Hace ya unos años que Ryneldi Becenti reside en Shiprock, a una hora y media de su Fort Defiance natal. Desde allí suele moverse por los caminos de tierra que comunican la reserva de la Nación Navajo. Acude a partidos, campus, entrenamientos o cualquier evento en los que jóvenes navajos se inician en eso del baloncesto. A veces, incluso, viaja a reservas de otros estados para continuar con su misión. Por lo que cuentan, muchos niños no tienen ni idea de quién es, pero, probablemente, basten unas palabras de Ryneldi para que todos la admiren, ojipláticos. Al fin y al cabo, ella sigue siendo la mejor jugadora de baloncesto que nunca ha salido de esta reserva indígena.
Única mujer en la familia desde que con 14 años su madre falleciese, Becenti se crio jugando al baloncesto en las canchas de tierra y líneas hechas con harina de maíz en Fort Defiance, junto con sus cuatro hermanos y su padre. De allí, la navajo dio el salto al instituto de Window Rock, donde como base del equipo se proclamaría campeona del estado de Arizona, para llegar luego a la reputada Arizona State University (ASU), previo paso por el Scottsdale Community College de Phoenix.
Un reportaje de Sports Illustrated de 1993 narra a la perfección lo que significó la llegada de Becenti al equipo de ASU para el resto del pueblo navajo. Según se cuenta, eran habituales los viajes de casi cinco horas en coche de cientos de vecinos desde la reserva hasta el pabellón universitario. Además, ASU batía récords de asistencia de la universidad para un equipo femenino, siendo mitad del público navajos de la reserva o de ciudades del resto del estado de Arizona. La sensación Becenti, además, no se ceñía a las gradas: en sus dos años con ASU, la de Fort Defiance fue nombrada All-America, además de ser convocada con la selección de Estados Unidos para los juegos universitarios de 1993.
Luego, claro, llegó la parte navajo de la historia de Becenti. El exilio momentáneo antes del regreso a los orígenes. Tras su ciclo universitario, la base de Fort Defiance hizo las maletas y se fue a Europa, comenzando así su particular marcha. Fueron tres años que la llevaron primero a Suecia y, posteriormente, a Grecia y Turquía. Los pasos previos antes de regresar a Arizona en 1997 y formar parte del primer equipo de la historia de los Phoenix Mercury, que debutaban ese año en la WNBA.
Al final, su periplo oficial en la mayor liga de los EEUU se redujo a ocho minutos de un partido de esa primera temporada de los Mercury. Ocho minutos que, sin embargo, significaron mucho más en la Nación Navajo y en el resto de reservas del país. Esos 480 segundos le valieron para para ser la primera mujer indígena de los Estados Unidos en disputar un partido de la WNBA.
Esta historia, así resumida, debe ser la que le cuenta Becenti a los niños con los que entrena en la reserva de la Nación Navajo, también en otras latitudes de los Estados Unidos. Es un ejemplo, probablemente, de que hay vida más allá.
Viviendo en las reservas
Nacer en una reserva indígena sigue sin ser muy diferente a hacerlo en un país del tercer mundo. La tasa de desempleo de los nativos de los Estados Unidos es casi el doble que la del resto de la población. Las estadísticas también multiplican las del resto del país en términos de pobreza, pobreza extrema, tasa de suicidios, alcoholismo y violencia. Una mujer india tiene dos veces y medio más de probabilidades de ser violada que cualquier otra mujer en los EEUU.
Allá en Shiprock, la nueva casa de Ryneldi, más del 30% de la población está por debajo del umbral de la pobreza. La cifra es superior en Fort Defiance, donde se dispara hasta el 41,7% según el portal Data USA. Los datos son consecuencia de un proceso de siglos en el que colonos europeos fueron desplazando las tribus de Norteamérica hacia el oeste del continente. Aniquilados o confinados finalmente en reservas, las pocas opciones que estas ofrecen y las infructuosas políticas del estado norteamericano han acabado creando un submundo indígena de una pobreza delirante.
Habitualmente, se señala el año 1860 como el comienzo del fin para los indígenas que, como los navajos, poblaban el oeste del continente norteamericano, de aquel todavía Territorio Indio. El atractivo del oro y los pastos de una zona que, a ojos de los colonos, estaba por conquistar, marcó el inicio de un proceso que acabó con toda vida indígena en libertad. La idea del Destino Manifiesto, que predicaba que los Estados Unidos estaban destinados a expandirse hasta el Pacífico, acabó con todos. A estos 30 años que van hasta 1890 se les conoce como Guerras Indias. Y la primera de ellas tuvo como uno de sus escenarios principales, también, a Fort Defiance.
La Gran Marcha Navajo
La ciudad natal de Ryneldi Becenti fue creada en 1851 como un puesto avanzado del ejército de los Estados Unidos en territorio de la tribu navajo. La presión de los colonos y el ejército que llegaban del este en unos Estados Unidos en expansión provocaban constantes enfrentamientos con las tribus locales. Al cargo de los California Volunteers de la Unión y en plena Guerra Civil, el general James Henry Carleton, en 1862, trazó un plan que tenía como pilar principal el exilio de los Mescalero Apaches y los Navajos a un territorio yermo conocido como Bosque Redondo. Ésa iba a ser la primera reserva en Territorio Indio.
Tras las constantes victorias de Carleton y Kit Carson frente a las huestes de Manuelito y Barboncito, principales líderes navajos, las tropas de la Unión obligaron a todo el pueblo navajo a caminar los 400 kilómetros que separaban su tierra natal de la reserva de Bosque Redondo, al este de Nuevo México. A su llegada, los navajos se percataron de la inhabitabilidad de su nueva casa: un espacio desarbolado donde serían confinados sin recurso natural alguno, donde la única agua era salada y la tierra no era apta, en absoluto, para plantaciones. El camino y las condiciones de la reserva mataron a miles de navajos.
Como en el caso de Ryneldi, los años y, también, un cambio de encargado en la reserva fue lo que permitió que los Navajos regresasen en 1868 a sus tierras originales en el norte de Arizona. De alguna forma, las autoridades se percataron de que no era posible vivir en aquel agujero llamado Bosque Redondo. A esta ida y regreso al campo de concentración de Nuevo México se le conoció como la Gran Marcha Navajo.
Pese al trauma histórico de este hecho, los navajos fueron los más afortunados de todas las tribus del oeste de Norteamérica. En los más de 20 años de Guerras Indias que llegaron después, sioux, cheyennes, arapahos, utes, modocs y otras decenas de tribus fueron, literalmente, masacradas o confinadas en reservas infames, si no las dos. Por ello, los navajos son hoy en día la segunda tribu más importante de los Estados Unidos, solo después de los cherokees. La Nación Navajo, la reserva creada para esta tribu en sus territorios originales, es por su parte la reserva más poblada de los Estados Unidos.
Finalmente, en 1890, la masacre de Wounded Knee puso fin a estas guerras desiguales que se llevaron por delante a más de medio mundo indio. Esclavos de eternas promesas incumplidas por parte del gobierno norteamericano, líderes como Nube Roja, Gerónimo, Toro Sentado, o Caballo Loco fueron cediendo ante el empuje de los Winchesters estadounidenses, autojustificados por la teoría del Destino Manifiesto. Cada tierra que le prometían suya de por vida, los indios la perdían a manos de los Estados Unidos con la excusa del oro, el carbón, o las necesidades de expansión de un pueblo que se creía elegido a conquistar el continente.
Al final, una y otra historia, la de Becenti y la de los Navajos, son historias de excepciones. De una chica de Fort Defiance que llegó a jugar en la WNBA y la de un pueblo nativo que, aunque herido de gravedad, tuvo la triste fortuna de no ser completamente masacrada.
Si algo muestran tanto una historia como otra, es valentía. Como dice Dee Brown, autor de Entierra mi corazón en Wounded Knee, libro referencia acerca de las Guerras Indias, navajos y todas las tribus del oeste “son, quizás, los americanos más heroicos y valientes de la historia”.
Sería lógico que eso sea también lo que les enseñe las cuatro palabras de Ryneldi Becenti a los niños navajos hoy en día. No una salida, ni una esperanza, porque para ellos, igual, no existen. Quizás lo que les transmite es simple valentía.
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