Baton Rouge, Luisiana. Mediodía del 29 de febrero de 2020. 11.000 personas llenan el Pete Maravich Assembly Center, casa basquetbolista de Lousiana State University (LSU). Uno entre los 11.000, esperando por el momento, su pelo afro tan reconocible, Colin Kaepernick.
Todo marcha en el parqué. Paaaaah, suena la bocina y LSU se va al descanso ocho puntos arriba. Perfecto. Los presentes pueden relajarse ya para el homenaje.
Aparece por el centro de la pista Mahmoud Abdul-Rauf —1,83 metros, mulato, pelo y perilla que blanquean, físico envidiable para sus 50 años—. Familia y excompañeros lo rodean mientras su camiseta con el 35 asciende al techo del pabellón. Donde permanecerá retirada desde ese momento junto a los otros ídolos de los Tigers: Shaquille O’Neal, Seimone Augustus, Pete Maravich, Bob Pettit.
Es una suerte de reparación a un hombre, a un nombre, que no fue de su tiempo. Estrella de LSU a finales de los 80 con el nombre de Chris Jackson, casi-que-figura-NBA durante los 90 ya con el apellido de Abdul-Rauf, desaparecido en combate durante años tras no respetar el himno de los EEUU. Jackson primero, Abdul-Rauf después, dribló y tiró de lejos. Fue crítico con su país. Y ambas razones, hoy parte de la normalidad en su deporte, fueron suficientes para exiliarlo a 20 años de ostracismo.
Es el suyo un relato particular. Porque no versa sobre sus cambios, sobre la línea cronológica que va de una pequeña ciudad del Mississippi a un libro de Malcolm X a ese 29 de febrero de 2020 donde el tiempo le dio parte de razón. Su historia de adelantado, más bien, habla de los cambios que se produjeron a su, nuestro alrededor.
Down in the Gulf
Mahmoud Abdul-Rauf nació Chris Jackson un 9 de marzo de 1969 en Gulport. Un lugar como muchos en el sur profundo; como muchos en el estado de Mississippi, el más pobre de EEUU. Opresivo, anegado, asfixiante.
No solo por el clima.
Con los años, Abdul-Rauf recordaría en un artículo para la revista SLAM una anécdota definitoria de su infancia. Al ladito de su casa, al cruzar las vías del tren, vio cómo una procesión de túnicas y máscaras blancas se dirigía a la playa. Con total normalidad, tolerada como si fuese una inocente marcha de boyscouts. Era el Ku Klux Klan.
Esas vías del tren son otro tramo más en el abismo entre clases que define los EEUU. A un lado vive el barrio blanco rico. Donde la policía no patrulla sino que pasea, y el KKK marcha silbando. Al otro, la miseria. Un gueto en el que la casa de los Jackson era un lugar de territorios comunes para la clase baja afroamericana: tres hijos de tres padres diferentes, los tres ausentes. Una madre que no llega a final de mes. Muy poco que echarse a la boca. Y, para rematar, un síndrome de Tourette que Mahmoud Abdul-Rauf tardó años en ver diagnosticado.
¿Qué pintaba el baloncesto en todo esto? Lo de siempre: una esperanza ciega, un vuelo kamikaze al asalto de una vida mejor.
Chris Jackson salía a jugar a la calle a las cinco de la mañana, cuando su madre se iba a trabajar. Creía, intuía, esperaba —por mucho que no fuese cierto— que el baloncesto era su única salida. Destacó y devino en estrella de las ligas de instituto de Mississippi. Para muchos es el mejor jugador en la historia del estado. Fue gracias a esa reputación que…